miércoles, 17 de julio de 2013

V.- Adiós República, adiós...

Por fin, cuando empezaba el mes de abril, terminó la guerra. Habíamos salido para ocho días y fueron dos años y nueve meses. Ahora podríamos volver a nuestro querido pueblo, ver a nuestra familia, mi queridísima abuela, mis tíos, mis primos, mis amigas…
Pero no olvidaré nunca a aquellas personas que tanto nos ayudaron. Y a mi amigo, el de los ojos grandes, verdes; con el pañuelo al cuello rojo y con la hoz y el martillo blancos… Ay! Francisco ¿qué fue de ti…?
Adiós República, adiós...
Primero nos fuimos mi madre y yo, ya que mi padre tenía que terminar de cumplir con su trabajo. Nos asignaron un tren de mercancías, de los que llevan animales, pero nos daba igual: sólo queríamos llegar a nuestra casa. Venía mucha más gente con nosotras. El tren paraba mucho. En la estación de Albacete paró seis horas. Allí, unos italianos empezaron a tirar a la gente medias libras de chocolate y la gente se tiraba a cogerlo como fieras, pero yo no me moví. Un militar con galones de teniente se acercó a dármelo a mi mientras decía en italiano “para la signorina”. Pero yo me acordaba que hacía unos días nos habían tirado bombas.
Cuando se reanudó el viaje, unos legionarios ofrecieron sus capotes para echarlos encima de la paja, para que durmiésemos mejor. Después de tres días de viajar como las vacas, con muy poca comida y sin lavarnos, llegamos a Madrid, a la España de Franco. Tenía dieciséis años

 Cuando llegamos a nuestro pueblo vimos que muchas cosas habían cambiado. Estaba lleno de falangistas, que se creían los amos. Lo mejor fue que me reencontré con mi amiga del alma, Ángela. Ahora éramos “las rojas”, porque habíamos estado en Valencia. Como además éramos jóvenes y guapas, y nos invitaban a los bailes, algunas chicas -con su recién estrenada condición de derechistas de toda la vida- tenían ganas de liarla. Un día de fiesta que había una misa en la Cruz de los Caídos, en cuyo honor se celebraba, se cantaba al final el Cara al Sol. Como no nos la sabíamos, yo le dije a Ángela: “movemos los labios y hacemos como que la cantamos”. Una falangista encontró la ocasión que andaba buscando:
-¿de qué os reís en un acto tan serio?
-no nos estamos riendo, déjanos en paz
-sí, sí que os estáis riendo…-dijeron cada vez más exaltadas-
Un policía local, al que apodaban <<el pecas>> se acercó
-¿qué está pasando aquí?
-que se están riendo del Cara al sol
-os voy a llevar otra vez con los rojos, a la cárcel… ¡venga! Al cuartel de la guardia civil


Nosotras -a nuestros dieciséis años- estábamos tranquilas, no teníamos miedo después de lo que habíamos pasado… pero nuestras madres se enteraron y vinieron, y ellas sí estaban asustadas. Dijeron, llorando, que como nos iban a llevar a la cárcel si éramos unas niñas…

Nos pusieron a cada una multa de veinte duros, cien pesetas, que en el año 39 era una cantidad considerable, si tenemos en cuenta que un kilo de carne de cabrito, la mejor de entonces, costaba tres pesetas… Dijeron también aquellos guardias que no se nos ocurriera faltar esa misma tarde a la manifestación en honor a Los Caídos. Y que tuviéramos mucho cuidado con lo que hacíamos en adelante, ya que la próxima vez nos cortarían el pelo e iríamos a la cárcel.
Para que se tranquilizara todo -después de este episodio- yo me fui quince días a Madrid con una prima y Ángela con una hermana suya que vivía en Cañaveral.

Al regresar al pueblo, unos chicos nos acompañaron y nos dijeron que estuviéramos tranquilas, que con ellos no nos pasaría nada. Eran falangistas. Claro -reflexiono ahora- si no hubieran sido o no se hubieran declarado falangistas no andarían sueltos. También creo hoy que seguramente muchas personas, íntimamente, pensarían que se habían excedido con unas jovencitas.
 Pero una cosa era segura: a partir de ahora recibiríamos diferente educación, nuevas consignas. El nuevo régimen debía ser venerado, y había que acatar esto so pena de cárcel. Nos lo habían dejado muy claro. Habíamos recibido la primera lección. Las chicas seríamos ahora instruidas bajo la dirección de la Sección Femenina

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             EDUCACIÓN DE LA MUJER EN LA ESPAÑA DE FRANCO







Si, y si te quiere pegar, le entregas tú el palo...

Sí, y si te quiere pegar, le entregas tú el palo...

Una "entretenida" clase de "política femenina" en la España de Franco...
En la España de Franco las clases de "Política" no eran iguales para chicos y chicas. En ellas, las chicas recibían clases de cocina, servicio de mesa, labores, economía doméstica y modales...

FIN
Transcripción del manuscrito original de la autora por Paz 

martes, 9 de julio de 2013

IV.- Nochebuena prohibida...

Después nos mudamos a otro pueblo, Alcudia de Crespins. Esta vez nos acompañaba un matrimonio que tenía una hija de mi edad y un niño de ocho años. Llegamos a aquel pueblecito, muy tranquilo, pero donde no conocíamos a nadie. Sin embargo, un ángel de la guarda debió poner en nuestro camino a Adela y Antonio, los cuales se compadecieron al ver a unas niñas tan cansadas y nos ofrecieron una casa en la que ellos sólo pasaban algunas temporadas de vacaciones. Nos la alquilaban -a la otra familia y a nosotros- por todo el tiempo que nos hiciera falta. Allí, después de mucho tiempo, pude tener una habitación para mi sola



 Aquella casa -villa Adela- nos pareció el paraíso. Era como sacada de un cuento. Estaba entre naranjos y en la parte delantera había un jardín con una gran variedad de flores: rosas, jazmines, hortensias…  También había una parra con uvas… ¡hum…! riquísimas… y, sobre todo, una magnífica higuera, la cual daba unos higos estupendos. Enseguida nos dijeron que los podíamos coger. En la parte de atrás había un huerto con naranjos y limoneros. Aquí si que nos dijeron que podíamos coger lo que nos apeteciera, ya que si no se iban a estropear. También había un pozo con un mecanismo para sacar agua. Y un río muy cerca, donde nos podíamos bañar. Y, lo mejor de todo, allí no había bombardeos

Cuidamos muy bien esa casa. Después de lo que habíamos pasado, aquello era la gloria. Los dueños iban allí todas las tardes y nos sentábamos todos juntos. Nos daban mucha compañía. La otra chica de mi edad, Victoria, y yo, le bordamos a la dueña dos cojines a punto de cruz para que lo tuviera de recuerdo. Le gustaron mucho y nos invitó a todos a una paella

En Villa Adela había donde tener gallinas, lo que también nos permitía tener huevos frescos. De carne, sólo la había de caballo. Me costó mucho la primera vez, pero era la única forma de comer carne. Me gustaba mucho el arroz al horno, que llevábamos a hacer al cercano pueblo de Ayacor. También había muchas almendras. Victoria y yo nos íbamos haciendo mayores. Nos llamaban las niñas de Villa Adela y teníamos muchas amigas

Se estaba acercando la Nochebuena, pero en aquella zona no se podía celebrar. No había iglesias ni curas, estaba prohibido todo lo de la Iglesia. Pero mis padres, junto con algunos vecinos, decidieron hacer una cena, a la que también fueron los dueños de Villa Adela. Mi madre y sus amigas prepararon el menú:

-Tortilla de patatas
-Alcachofas rebozadas
-Pollo en pepitoria
-Postre:
-Pastel de boniato
-Ensalada de gajos de naranja con azúcar y aceite
-Café

Después cada uno hizo lo que mejor sabía, un vecino cantó tangos, otro contó chistes y así, por unas horas, olvidamos que había una guerra que estaba causando mucho dolor y muchas lágrimas.

Al día siguiente, Navidad, hicimos una buena paella con los menudillos

Por aquellos días cayó una gran nevada, como dijeron que no se había visto en muchos años. Eso fue para los jóvenes un motivo de diversión, de “guerra” de lanzamiento de bolas. A esa edad se pasa bien con cualquier cosa. Villa Adela parecía una tarjeta postal.

A pesar de todo, lo que más deseábamos era que terminara la guerra para poder volver a nuestro pueblo y a nuestra casa


 Pero el doce de febrero aparecieron por allí cinco bombarderos italianos que arrojaron muchas bombas en la estación de Játiva. Perseguían a un tren de soldados del ejército republicano. Otro tren venía de La Mancha. Esto pasó a seis kilómetros de Villa Adela. Fue horrible porque las bombas eran muy grandes y parecía que te caían encima.

Cuando he contado al hijo de mi amiga Ángela que estaba escribiendo mis recuerdos sobre aquella guerra, me ha enviado un periódico en el que se recopilan algunos hechos acaecidos en tierras valencianas por aquellos días: <<..la Roma fascista envió a España más de setecientos cincuenta aviones al mando de Bruno Mussolini, tercer hijo del duce. Con apenas diecinueve años arrojó más de cinco mil kilos de bombas, que dieron un saldo de ciento cuarenta y cinco muertos y doscientos cuarenta y cinco heridos…>>

viernes, 28 de junio de 2013

III.- De Madrid a Valencia...

Mi padre dijo que Madrid tampoco era un lugar seguro, pidió de nuevo el traslado y partimos hacia Valencia. El viaje fue muy malo. A veces había que dejar el tren y coger un autobús, ya que el frente estaba cerca. Por fin llegamos a Valencia, donde vivimos en la calle Literato Azorín, cerca de la plaza de toros. Pero muy pronto vimos que allí también había bombardeos; ahora, no sólo desde el aire, también desde el mar. Otra vez el miedo.

Dolores Ibárruri, Pasionaria

Uno de los días que íbamos a dormir a un campo cercano que nos parecía más seguro me caí al saltar una pared. Me hice una brecha en una ceja. Como me salía mucha sangre me llevaron a un médico, el cual me quería coser la herida. Yo no me dejaba y al final me puso dos lañas. Lo hizo tan bien que no me ha quedado ninguna señal. Esto demuestra que a los médicos, a veces, se les puede llevar la contraria
.
Como ya era más mayor y era muy responsable, me iba a comprar sola al mercado de Jerusalén. Al volver pasaba por la plaza de Emilio Castelar, donde estaba un famoso mercado de flores. Había unos letreros muy grandes, en blanco y con letras en rojo. En uno decía: <<Vale más morir de pie que vivir de rodillas>>. En otro: <<Vale más ser viuda de un héroe que mujer de un cobarde>>. Luego ponía: <<Lo ha dicho Pasionaria>>. Después, por las noches, se dejaba todo oscuro, para que los aviones no vieran las luces
.
Pero mi padre lo que quería era poner a salvo a su familia y pidió otro traslado, esta vez a Játiva, y vivimos allí en un pueblo cercano llamado Llanera de Ranes, en una casa propiedad de un médico que nos facilitó el alcalde, ya que el médico sólo la utilizaba para ir de vacaciones y, como he explicado arriba, las casas vacías había que ocuparlas para quien las necesitara. Tenía un huerto con higos y granadas. El dueño fue a conocernos y dijo que se la estábamos cuidando muy bien. Allí tenía amigas de mi edad, que eran de Madrid, y podíamos coger de los árboles toda la fruta que quisiéramos ya que, como no había exportación en ese momento, se estropeaba



Un día que íbamos paseando por la calle principal pasó por nuestro lado un chico joven, guapo, con unos ojos verdes, grandes, de esos que nunca se olvidan. Se paró con nosotras y nos preguntó que quienes éramos, ya que no nos conocía. Le contamos nuestra historia y él nos contó la suya. Estaba con permiso, ya que venia del frente de Teruel, donde había pasado tanto frío que las piernas se le pusieron muy mal, por eso iba con bastón. 

Nos presentó a sus padres y hermanos, con los que hicimos mucha amistad. Mi padre, que era un gran dibujante, dibujó una hoz y un martillo; yo se lo bordé en blanco sobre un pañuelo rojo, que él se puso al cuello. Cuando se puso bien de las piernas se tuvo que volver a ir. Pero sus padres querían tenerme siempre en su casa. Yo les escribía las cartas a sus hijos, que estaban en el frente...

viernes, 21 de junio de 2013

II.- Cuando el suelo tiembla...

Un buen amigo de mi padre nos llevó a su casa, en la que vivía junto a su mujer y su hija de seis años, que me encantó, porque los niños dan mucha alegría. Eran días tranquilos en esa zona. Estaba en el Paseo de las Delicias, muy cerca del cine Legazpi, en el que vimos varias películas de Shirley Temple, de moda por aquel entonces.
Otra "pobre" niña a la que robaron su infancia...
Pero al poco tiempo allí no se podía estar; se oían mucho las ametralladoras, empezaron los bombardeos y la comida escaseaba. Había que hacer colas para todo: la carne, la leche… Entre mi madre y yo tejimos un jersey para Fermín, que así se llamaba el dueño de la casa y otro para la niña, Maruchi

 Después nos mudamos a la calle Ciudad Real, donde me encontré con mi gran amiga,  Ángela. Íbamos a pasear por entre las barricadas, pero por poco tiempo, ya que las cosas siempre cambiaban… para empeorar
Nos marchamos después a casa de un hermano de la señora, que vivía en Tirso de Molina, donde también había una niña pequeña. Por la noche, cuando había bombardeos, nos refugiábamos en el metro.
-¡Vamos! ¡Vámonos! ¡Tenemos que ir al metro!

 Las sirenas anunciaban bombardeo. Entonces el metro era el lugar más seguro. Eso decían.

 Yo cogí de la mano a la niña y corrimos a cobijarnos en los túneles, a esperar que pasara todo. Cuando caían las bombas el suelo temblaba y el sonido era atronador.
Las bombas explotan como los globos
La niña me preguntó

-¿Por qué estamos en el metro?

-Porque van a tirar bombas

-y… ¿por qué suenan tan fuerte?

-porque explotan…

-¡ah…! Como los globos…

Cuando los mayores creyeron que había pasado el peligro salimos de allí. Pero hubo muertos, heridos, mucha sangre, les oí decir. Después de tantas noches de metro y sin poder dormir estábamos agotados. Además, aunque mis tíos y primos estaban en Madrid, no estábamos juntos y nos veíamos poco…


Pero un día que íbamos por una calle de Madrid nos encontramos con un médico muy famoso de Navalmoral, D. Emilio Luengo, que vivía en Madrid. Nos dijo que nos fuéramos a vivir a casa de su hermana Jerónima, la cual se había ido de veraneo a Palma de Mallorca y no se podía venir debido a la situación

-Total, van a ocupar la casa… así que… mejor que lo hagáis vosotros

La casa era muy buena. Estaba por el paseo de Santa Engracia, y, como allí había muchas embajadas bombardeaban menos. Y como la casa era grande podíamos estar con el resto de la familia, tíos y primos.
Gracias a las cooperativas de los trabajos de mi padre y mis tíos nos íbamos arreglando con la comida. Sin embargo, las cosas, para no variar, empezaron otra vez a ir a peor. Cada vez más bombardeos por todo Madrid, aquello parecía el infierno…

Huyendo de las bombas...


miércoles, 12 de junio de 2013

I.- En julio del 36 hacía calor...

Recuerdo a mi maestra, la señorita María...

Estábamos en nuestro pueblo. La gente decía que se había declarado la guerra, pero que iba a ser cosa de pocos días. Sin embargo, las madres no nos dejaban salir a la calle por la noche, ya que había muchos guardias y falangistas y estaba todo muy revuelto. Poco después se empezaron a llevar a la cárcel a muchos hombres, sin que hubieran hecho nada.
Terminaba el tiempo de rosas...

La familia de mi padre vivía junto al ayuntamiento, pero, como en esa zona había muchos disparos, no podía entrar a su casa, así que todos, incluida mi abuela y dos niños pequeños, vinieron a vivir con nosotros. Era el año treinta y seis y empezó a cundir el miedo.

Teníamos por entonces una casa muy grande y, al estar todos juntos, sentíamos que nos protegíamos unos a otros, pero se presagiaban tiempos muy malos. Pronto llegaron la aviación y los bombardeos y hubo muertos y heridos. Al mismo tiempo aumentaron los tiros por las calles y daba la impresión de que las balas iban a entrar por las ventanas, así que decidimos que subiríamos a dormir a la troje. Yo, al igual que los demás, sólo tenía como cama una simple manta que, a mis catorce años recién cumplidos, me bastaba para dormir de un tirón toda la noche. Para los mayores, por el contrario, el duro suelo hacía que se levantaran doloridos y, más conscientes que los pequeños, con falta de sueño. Además, al ser la parte más alta de la casa y en el mes de julio -que fue cuando comenzó todo esto- hacía mucho calor. Pero no había más remedio: había que aguantar

Una vecina amiga nos invitó a toda la familia a ir con ella al campo, para huir de los bombardeos. Partimos en un carro que tenían para el trabajo del campo. El destino era una finca cercana, casi en Talayuela, llamada Cerro Alto.

Nos fuimos con mi abuela Bernarda, mis tíos Perfecto y María y los hijos de éstos,  Enrique y Sofía. También vino mi tío Carlos, montado en su burrito

En Cerro Alto no había casa, sólo unas naves para secar tabaco. En una de ellas dormíamos quince personas. Encima de paja poníamos unas mantas, y eso era la cama. Había diez secaderos más, con otras familias huidas. Lo peor eran los mosquitos. Picaban mucho, y podían transmitir el paludismo. Color amarillento, fiebre y episodios de mucho frío seguido de mucho calor, así como deterioro físico, eran los síntomas.

Comíamos los productos del campo: tomates, pimientos, patatas… y leche de una cabra a la que llamaban “la maja“. Lo mejor era que allí no había tiros ni bombardeos

Pero una mañana, cuando empezábamos a estar tranquilos, se presentaron allí cincuenta hombres a caballo, apuntándonos con sus fusiles. Dijeron:

-los hombres, que avancen; las mujeres, quietas

A continuación, ordenaron a los hombres que se tiraran al suelo

El que iba al mando reconoció a mi padre, quien tiempo atrás le había arreglado el motor de una máquina de riego. Esta máquina era vital para su cosecha, ya que sin ella los pimientos -destinados a hacer el pimentón de La Vera- se habrían estropeado. Mi padre fue el único capaz de arreglar esta máquina y el hombre le estaba muy agradecido. Le dijo a mi padre que si él respondía por todos y se iban no les harían nada. Pero los otros hombres que vinieron con él nos metieron mucho miedo cuando dijeron

-Si cuando volvamos estáis aquí os mataremos a todos!


Esa mismo día, en medio del calor del atardecer de agosto, salimos en silencio, a pie, junto con otras familias. Pasamos la noche en una finca llamada Majinca. Allí, una señora nos dio a los niños un trozo de pan y queso. Siempre que como queso fresco recuerdo lo bien que me supo aquella comida, lo buena que estaba. Poco antes del amanecer salimos hacia La Calzada, a donde llegamos hacia las dos de la tarde. 

Cada familia tomó su camino. Caminamos mucho, con un fuerte calor. Sabíamos que había gente muy mala que, aprovechando los disturbios, mataba por cualquier cosa, pero también encontramos personas muy buenas, que nos ayudaron, por lo que pudimos pasar algunas noches en una casa destinada a los maquinistas del tren, donde me empezaron a atacar las fiebres del paludismo. Mi padre pidió el traslado y pocos días después partimos hacia Madrid. Había empezado nuestro éxodo...


Así comenzaron aquellas "vacaciones..."